La
tarde es
seca y el aire caliente, Rogelio está parado en la esquina,
en las cuatro esquinas, el sitio del Elegua solitario y arisco.
Mira al frente, como si tuviera delante las manos de Minini,
un hombre que conoce los toques rituales y profanos de la música
afrocubana. Minini le dijo que los tambores de Olokum, recién
terminados, “están bien hechos”.
Rogelio
está apoyado en la pared, mientras la gente pasa. Quizá
debía haber sido un olubatá, un tocador de tambores
sagrados, uno de esos hombres que con su magia y sus manos,
puede oír las voces de la tierra, del agua y del fuego,
del aire y de los espíritus que viven entre los hombres
y hablan por los tambores. Ahora, él es el hombre que
hace los tambores.
La Marina,
un barrio marginal en la ciudad de Matanzas, está a
orillas del río Yumurí. En el estero del río,
desde los tiempos coloniales se construyeron fundamentalmente
almacenes y barracones de esclavos. Cuando los primeros negros
libertos improvisaron casuchas para vivir y el río
dejó de ser una vía para el tráfico de
mercancías porque ya existía el puerto y los
barcos podían atracar en los muelles y no en medio
de la bahía, también ocuparon los viejos almacenes
como viviendas. La Marina sigue siendo marginal, insalubre
aunque existen proyectos comunitarios que atienden a mejorar
la vida de sus pobladores, allí están las casas
templos más antiguas y allí es donde aún
se tocan los tambores.
Con los
tambores, la gente canta y reza, recibe a los dioses y los
dioses hablan con voces humanas, entran en el trance y reciben
a los enviados de los orishas y a los mismos orishas, son
sus "caballos": los dioses tienen cuerpo y voz..
Los tambores "hablan".
Dice Fernando
Ortiz, en sus estudios sobre los instrumentos musicales cubanos,
que es un lenguaje ajeno al de la música en general.
Es un habla especial que sólo profieren en determinados
momentos, ciertos tambores entre los tambores sagrados, como
el Iyá, el tambor mayor del trío de los tambores
sagrados de Añá, cuando este “conversa”
con el Itótele y el Okónkolo.
En 1992,
Rogelio Mesa Ledo había comenzado a usar sus habilidades
de artesano conocedor de la madera y de las pieles curtidas,
en la construcción de los tambores batá, basándose
en la comprensión y el respeto a las características
de los tambores de fundamento. Rogelio estudió unos
veinte juegos de batá en la ciudad de Matanzas, entre
ellos los de Chachá, Fantomas, Calvo, Bantica y Pucho.
Los más antiguos son los batá de Chachá,
Fantomas y Amado Bantica, referidos por Don Fernando Ortiz
en sus ensayos etnográficos.
Addé Chiná,
bautizado como Remigio Herrera, fue uno de los cinco babalawos
africanos que iniciaron estos ritos sincréticos afrocubanos.
De los batás de fundamento de Addé Chiná,
en Matanzas, surgen inmediatamente otros, entre los más
antiguos, los de Chachá, seguramente hechos en el siglo
XIX.
Cuando Rogelio terminó
sus primeros tambores batá, supo que había un
desafío en este oficio. Un desafío que aceptó
durante los años siguientes, empleados en la investigación,
el estudio y la construcción de las familias de instrumentos
de percusión de las distintas religiones afrocubanas;
un sentido que se perderá si alguien no aprende el
oficio con él, el único hombre que conoce los
secretos de los tambores antiguos, los tambores de fundamento
que lentamente, se van junto con los olubatá que los
hacían hablar y cantar para los hombres.
En La Marina, Chachá
le habló de los tambores de Olokum, que ya solamente
se tocan cuando fallece un descendiente o ahijado de la casa
templo de Fermina Gómez.
Los tambores de Olokum
son sagrados y temibles, nadie los ve, nadie los toca para
que sus voces le hablen a Yemayá Olokum, orisha que
vive en la bahía de Matanzas, en lo profundo, que no
se asienta, porque el mar embravecido no cabe en ninguna cabeza.
Con paciencia y respeto,
el artista consigue que se le permita entrar, ver los tambores
de Olokum, estudiarlos y construir un nuevo juego de los tres
tambores de Olokum que se toca por primera vez en 1995.
En Cuba, se reconocen
varias zonas que han mantenido las tradiciones de las sociedades
religiosas afrocubanas con bastante pureza, como es la ciudad
de Matanzas; en la provincia del mismo nombre, donde existen
cabildos y casas templos que se fundaron "en el tiempo
de la colonia".
Los tambores africanos
se preservaron en la República de Cuba marcando su
huella indeleble en la música y los avatares raciales
de este siglo. Después de consolidarse a nivel nacional
el cuerpo litúrgico de la Regla de Ocha, las "variantes
antiguas" del Congo se re-organizaron a principios del
siglo XX en las "variantes actuales" de la Regla
de Palo Monte.
La historia del tambor
afrocubano en la República, es la historia de una ideología
de resistencia. En 1906 Roche Monteagudo publica "La
policía y sus misterios en Cuba". Lo negro, lo
criminal y los tambores parecen ser parte del mismo estrato
social. El 20 de mayo de 1914, el capitán Estanislao
Mansip secuestra los tambores de un cuarto Fambá en
el barrio de Pogolotti. En 1925 Roche Monteagudo reproduce
la foto del gendarme negro posando junto a los atributos confiscados.
No fue hasta 1936 que
Fernando Ortiz hace públicos en la Universidad de la
Habana, los toques y danzas de tambores Batá. Sus estudios
sobre la raíz africana de la música folklórica
cubana, son una contribución fundamental para el estudio
de los procesos de la identidad nacional. El, junto a Lydia
Cabrera y a otros estudiosos y colaboradores, enfrentó
los prejuicios de la época al llevar a la cátedra
universitaria toda la información -hasta entonces despreciada
e ignorada- de los aportes de la música y los instrumentos
musicales de los “negros” cubanos. Sus estudios
influencian la música de Amadeo Roldán, Alejandro
Caturla y otros importantes compositores de la época
y validan el proceso en el cual la música de procedencia
africana adquiere un carácter propio en Cuba.
|