Lucero

África en América:
las secuelas de la esclavitud

Por Jesús Guanche

“El compartir es la base de la unidad y la concordia”
Proverbio achanti

Lo que nos toca de la diáspora

Nuevamente la diáspora cultural africana nos convoca a la reflexión y al debate. A sólo ciento diez años de la abolición de su último reducto americano (Brasil), el estigma de la esclavitud aún está presente en las mentalidades de los descendientes de quienes la han padecido y de los que hoy, conscientes o sin saberlo, disfrutan de una ventajosa posición social y económica gracias a sus frutos directos e indirectos. Al mismo tiempo, los valores culturales de los pueblos africanos viven transformados hoy en este Nuevo Mundo, pero no sólo en los antiguos descendientes por decenas de generaciones, sino en una parte muy significativa de su población que, -más allá de sus cruces genéticos- ha asumido o deberá asumir como propio ese rico patrimonio y lo ha recreado hasta formar esa sustancia indisoluble de una parte importante de las culturas nacionales del continente y muy especialmente de sus áreas insulares.
Uno de los grandes retos de los pueblos de América a las puertas del tercer milenio es la superación del estigma de la discriminación y los prejuicios raciales, para alimentar la llama de la cultura, cada una con su propia identidad, y reconocer en igualdad de condiciones todo el legado procedente de Europa, África y Asia, junto con la originalidad irrepetible de cada una de las culturas añejas y nuevas, independientemente de su lejanía en el tiempo o de su conmensurabilidad en el espacio.

La trata y sus secuelas

Muchas han sido las interpretaciones sobre la mayor sangría demográfica y cultural que ha tenido la humanidad: la trata esclavista, desde la justificación del gran crimen ?hoy se sabe mejor que antes que todo acto humano puede ser justificable y al mismo tiempo rebatible? al concebir a los cargamentos de África al sur del Sahara como parte de los bienes muebles, en tanto mercancía convertible en capital; hasta las múltiples denuncias que se hicieron en América, desde el propio siglo XVI hasta el presente, acerca de la degradación extrema de la condición humana.

Como bien se ha señalado en una perspectiva universal: “La trata fue el mayor desplazamiento de población de la historia y por consiguiente un encuentro, ciertamente forzado, entre culturas. Generó interacciones entre africanos, amerindios y europeos de tal amplitud, que quizá hoy, en el bullicio americano y antillano, esté en juego algo vital para el tercer milenio: el pluralismo cultural, es decir, la capacidad y el potencial de convivencia de pueblos, religiones, culturas de orígenes distintos, el reconocimiento de la riqueza de las especificidades y de la dinámica de sus interacciones”.

En el caso particular de Cuba, el profundo impacto de la esclavitud marcó primero la sociedad colonial durante tres siglos y medio, lo que condicionó una lacerante desventaja histórica para la ascensión social y el nivel de vida de los esclavos y sobre todo de sus descendientes, que fueron convertidos en fuerza de trabajo asalariada con el advenimiento de la República neocolonial, cuyos niveles de calificación estaban en dependencia de los oficios y las ocupaciones realizadas en su anterior condición de servidumbre. De ese modo, el otrora barracón de esclavos en las áreas rurales se transfiguró en el conocido solar de la marginalidad urbana y suburbana, símbolo de promiscuidad y hacinamiento, propio de la periferia de las ciudades, que sirvió de caldo de cultivo para diversas formas de patología social. Desde los albores del siglo XX esta parte de la población fue considerada como un hampa, denominada entonces y consciente de su imprecisión, con el adjetivo de “afrocubana”. Luego, esta apreciación prejuiciada removió de pies a cabeza al joven investigador cubano Fernando Ortiz hasta afirmar que “sin el negro Cuba no sería Cuba”.

Paralelamente, debo resaltar la significativa presencia de una población libre que tiene sus orígenes desde el siglo XVI, procedente de Andalucía, y que se asienta en las primeras villas. Esta población negra y mulata, hondamente hispanizada por sus tradiciones y costumbres, pero con una alta capacidad de reproducción natural, fue apropiándose poco a poco de los principales oficios y ocupaciones desdeñados por los sectores sociales dominantes y se abrió un espacio en la formación de una cultura laboral en las áreas urbanas, entre las que se destacó el magisterio y el ejercicio de las artes hasta muy entrado el siglo XIX.


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El ensayo completo aparece en formato .pdf aqui




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